Queridos lectores, ¡paz y bien! Cerramos hoy nuestra serie de artículos que abordan la cuestión del diálogo entre la Iglesia y la humanidad. La semana pasada remarcábamos la necesidad de que los cristianos estemos efectivamente encarnados en el mundo, con actitudes de apertura, humildad y respeto. Hoy subrayaremos la necesidad de que nuestra interlocución parta de aquello que es específico nuestro: el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
Si no asumimos íntegramente y creativamente nuestra identidad, eso no será diálogo, sino adaptación, no será inculturación sino aculturación, no será testimonio, sino capitulación. Jesús nos advierte del peligro de avergonzarnos de Él y de torcer el genuino sentido de su Reinado en este mundo. Seguimos a quien entró triunfalmente en Jerusalén entre niños y gente sencilla y fue elevado al trono de una cruz.
El seguimiento tiene el precio de la irrelevancia, la indiferencia y la persecución, además del ciento por uno y la vida eterna. Siguiendo la lectura de la Ecclesiam suam de San Pablo VI de 1964, me gusta pensar cómo la elección de su nombre como Papa de Montini haya sido el de Pablo. Porque para San Pablo es evidente que la fuente del diálogo es Jesucristo. Cuando piensa en qué consista su existencia y la existencia del ser humano en el mundo, Pablo de Tarso no puede disociarla de la revelación pascual de Cristo. Él descubre que nosotros somos para Él, y es por Cristo que nosotros somos en el Espíritu para el Padre. Si Pablo es misionero, lo es porque es ante todo un místico: «para mí la vida es Cristo» (Fil 1, 21). «No soy yo, sino Cristo que vive en mí...» (Gal 2, 20).
Precisamente por ello, lo que para San Pablo VI significa la conciencia, se aleja de parámetros subjetivos, y se enmarca en una visión profundamente teologal: «Aun antes de proponerse el estudio de cualquier cuestión particular, y aun antes de considerar la actitud que haya de adoptar frente al mundo que la rodea, la Iglesia debe en este momento reflexionar sobre sí misma para confirmarse en la ciencia de los planes que Dios tiene sobre ella, para hallar más luz, nueva energía y mejor gozo en el cumplimiento de su propia misión y para determinar los mejores medios que hagan más cercanos, operantes y benéficos sus contactos con la humanidad a la cual ella misma pertenece, aunque se distinga de aquella por caracteres propios e inconfundibles» (ES 7).
Hablar de conciencia implica explicitar la genealogía de la palabra: cum scientia, conocer con Dios y desde Él, no simplemente acumular ideas acerca de Él. A esta idea de conciencia cristiana se añaden la de vigilancia e interioridad (n. 8). No hallamos ni rastro de subjetivismo, aculturación o ambigüedad respecto de cómo el creyente ha de situarse ante el mundo. No han faltado en estos sesenta años sucedáneos que han sustituido estas actitudes de fondo. Identidades fuertes pero cerradas, por un lado, o abiertas y débiles por otro. «La Iglesia se da cuenta de la asombrosa novedad del tiempo moderno, pero con cándida confianza se asoma a los caminos de la historia y dice a los hombres: yo tengo lo que vosotros buscáis, lo que os falta» (ES 43).
Y es notorio, que Bergoglio, que ha elegido el nombre de Francisco para su pontificado, anhela como el pobre de Asís, que la alegría del Evangelio llegue a todos, que nadie quede fuera de esa corriente de amor que el Maestro y Señor ha derramado en el mundo. El texto de la Ecclesiam suam es inequívoco. Entrar directamente en temas como la conciencia, la reforma y el diálogo son indicadores de una apertura y un coraje profético, que no han sido siempre entendidos, y, por tanto, no seguidos por pastores y fieles cristianos.
«La historia de la salvación narra precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple conversación. Es en esta conversación de Cristo entre los hombres (Bar 3, 38) donde Dios da a entender algo de Sí mismo, el misterio de su vida, trinitaria en las Personas, donde dice, en definitiva, cómo quiere ser conocido: Él es Amor» (ES 35).
Es preciso evitar y detectar en nosotros, laicos, consagrados y clero actitudes de dejación de nuestra identidad y nuestra tarea.
A veces se nos nota que Dios no alienta cada latido y respiración de nuestro cuerpo, cada pensamiento de nuestra alma, cada afecto de nuestro espíritu.