Un movimiento de cuño gnoseológico, empírico, sensista …» Han pasado más de cincuenta años desde que Don Gabriel comenzaba con esta frase sus clases de Historia de la Filosofía del curso 1972/1973, en el recién inaugurado instituto Nuevo de Palencia, hoy conocido como IES Alonso Berruguete.
Se dirigía el profesor a una cuarentena de alumnos del novedoso curso de orientación universitaria (COU) que suplía al temido PREU de años anteriores.
Creo que ninguno de los alumnos, que escuchábamos en riguroso silencio al maestro, comprendíamos ni una palabra de lo que nos dictaba. Ni los vocablos aislados, ni el enunciado global con que Don Gabriel nos iniciaba al pensamiento presocrático. Pero atendiendo a las explicaciones del profesor pronto se hacía a luz y lo inextricable se tornaba diáfano, provocando en nuestras cabecitas adolescentes una gran satisfacción por haber llegado a la comprensión del texto.
Don Gabriel, uno de los pocos profesores de COU de los que guardo un recuerdo amable y agradecido, pudo haber marcado ese curso el futuro de mi vida académica posterior. Me convencí de que quería estudiar Filosofía «pura», una carrera que se anunciaba en los mentideros académicos como de inminente implantación en el Campus de Valladolid. Quería ser como Don Gabriel. Sobrio, culto, cercano y con una «autoritas» en el aula que permitía al docente dominar los tiempos durante toda la lección.
Cuando aprobé el curso en junio, acudí al Palacio de Santa Cruz de la Universidad de Valladolid para matricularme de Filosofía. Sufrí mi primera decepción académica. Aún no habían incluido en el «alma mater» pucelana el currículo de esa licenciatura.
Me acabé inscribiendo en Filología Románica como podía haberlo hecho en Derecho, Geografía o cualquier otra licenciatura ligada al campo de las humanidades. Me daba lo mismo. Tardé dos años en enamorarme de la Filología, pero eso es otra historia.
No volví a ver a Don Gabriel hasta los años de la transición democrática. Me sorprendió encontrarlo en los carteles de la ciudad como candidato a diputado por la UCD. Creo que llegó a ocupar un escaño en el Congreso o el Senado nacional en la legislatura que presidió Adolfo Suárez.
No sé si ganó algo la política con su presencia, pero estoy seguro de que la docencia palentina perdió a un egregio maestro. Supe años después que mi profesor de filosofía había fallecido a edad temprana.
¿Qué tiene que ver Don Gabriel con el bar Kopa? Simple asociación de ideas.
Cuando paseo por la calle Mayor a veces me desvío por el callejón donde está ubicado el bar Kopa (hoy, restaurante). Incluso, una mañana me detuve a probar el menú del día. Desconozco si los actuales gestores del negocio tienen que ver con los antiguos propietarios, cuando el local era una taberna de vinos y partidas de cartas.
En 1973 el bar Kopa acogía por las tardes a un nutrido grupo de estudiantes del cercano Instituto nuevo que malgastábamos el tiempo juagando partidas interminables de julepe, tute o gilé. La formación que había adquirido durante el bachillerato en el seminario diocesano, muy sólida en humanidades, me permitía hacer novillos con una frecuencia desaconsejable. Pocas tardes acudía a las clases de latín, literatura o historia. Los naipes me retenían. Pero nunca me perdía las lecciones de filosofía que dictaba Don Gabriel.
El profesor tomaba café todas las tardes en el bar Kopa. Cuando ya se disponía a encaminarse al aula, nos dirigía una mirada paternal, amable, comprensiva con la que nos invitaba a abandonar el juego y a acudir a disfrutar de su magisterio. Nunca renuncié a una clase del maestro. Me fascinaba su voz, su energía, su autoridad, el rigor con que resumía en griego el sistema filosófico de Heráclito o Parménides. Panta rei, oudein menei, o viceversa, Panta menei, oudein rei, según tratara de afirmar el continuo cambio imperceptible de la vida o su inmanencia permanente.
He dedicado muchos años de mi vida a la docencia. He conocido a excelentes profesores. Muy pocos se adornaban con la sabia mezcla de cultura, bondad y bonhomía de Don Gabriel. Con él, todo resultaba más fácil. Sabía alimentar nuestra curiosidad, disculpar nuestra inmadurez y tratarnos como adultos cuando aún nos movíamos en el marasmo de la adolescencia. Casi nada. Un recuerdo para el maestro.