El mes de febrero viene caliente en el sector primario y las protestas de los agricultores cogen fuerza en España, con decenas de actos convocados por organizaciones agrarias y otros movimientos independientes que han surgido a golpe de whatsapp. El malestar se extiende por al menos una veintena de provincias, entre ellas varias de Castilla y León, recogiendo el testigo de sus homónimos en países como Francia, Bélgica y Portugal. Y ya se sabe que cuando el campo se levanta la tormenta perfecta está de camino, y no precisamente en modo de intensas lluvias y descarga de fuerte aparato eléctrico.

Los agricultores reclaman la derogación de la agenda 2030, la imposición de aranceles a los productos extracomunitarios, rebajar las exigencias de la PAC y la mejora de la ley de la cadena alimentaria, sin olvidar sus reivindicaciones contra el alza de los costes de producción o la lucha contra la sequía. Son demandas que no entienden de fronteras, lo que pone en el ojo del huracán no sólo a los gobiernos nacionales, sino a las autoridades comunitarias.

De ampliarse las movilizaciones a transportistas, autónomos y pymes, como así animan los convocantes, estaremos ante un escenario de caos impredecible, con un inquietante impacto directo en la economía y en la propia convivencia. Ríanse de las tractoradas en núcleos urbanos y autovías.

Y, como suele suceder, a río revuelto, los partidos políticos sacan su particular caña de pescar para erigirse en verdaderos defensores de un sector estratégico y tractor de otros servicios y bienes, sin importarles el trasfondo de la cuestión. Así las cosas, no es de extrañar que muchos agricultores clamen contra las poltronas políticas y las que ostentan los sindicatos agrarios que, a veces, son difíciles de discernir unas de otras.