Algo muy importante, y muy serio, ocurrió en mi calle y al lado de mi casa, que puso mi pobre corazón en el punto de mira. Lo pasé fatal, sufrí mucho, me propuse tomarlo con calma, pero pasé muy mala tarde y muy mala noche. Como al día siguiente fue domingo, acudí a misa como tengo por costumbre. Y en mi banco, y en mi asiento acostumbrado, me situé procurando sacar todo mi aplomo a relucir. De pronto, apareció un hombre joven, alto y con un niño chiquitín en brazos, que tendría... ¿un año? Eso le calculé. Ocuparon el banco
ante mí, y con su asiento frente frente al mío, es decir dándome la espalda. Pero aquella miniatura se encaramó enseguida por la delantera, alcanzó los hombros, se apoyó de codos en el que quedaba frente a mí y no dejaba de mirarme. Cuando se cansó de verme, comenzó a juguetear con su papá, y ahora le quitaba y le ponía las gafas... le atusaba el pelo... le metía los dedos en la oreja... le abrazaba y le daba besos... y cuando se aburría, volvía a descansar con los codos en aquel hombro, y sus ojos en mí. Yo me propuse corresponderle, y eso le intrigó mucho. Le sonreí y le tiré besitos con la mano. Le sorprendió mi cariño, y se fue escurriendo por aquel pecho hasta dejar solamente visibles unos ojos preciosos, sin pestañear, interrogantes... -- es un niño guapísimo --. Cuando llegó el momento de darnos la mano de la Paz, yo le envié un beso por el aire, y dejé la mano tendida hasta casi rozar la suya, mientras le sonreía. Y así, entre gestos, bromas y juguetéos fue transcurriendo una misa que reconozco que mereció mucha más atención y devoción por mi parte. Es curioso comprobar que, a veces, la tristeza se la puede llevar de calle, o al menos paliarla, una mano tendida, y a tiempo. Lo sorprendente fue que, en mi caso, esa mano era tan chiquitina, que más que verla casi tuve que adivinarla. Y así, entre todos estos tejemanejes, llegó el momento de --Podéis ir en Paz --. Espero que el Cielo perdone mi poca concentración clerical, ya que me la ha causado un ángel precioso. La verdad es que cuando salí de casa tenía el alma en los pies, y cuando regresé a ella ya estaba relativamente tranquila. Y todo lo consiguió un pequeño rebujoncillo que aunque disminuyó mis oraciones, incrementó mi calma.