De un tiempo a esta parte impera el ruido ensordecedor en la agenda pública española, un modus operandi que se traslada también a otros escenarios y medios de comunicación y tertulias de distinto pelaje. Las disputas políticas sacuden nuestro país, eclipsan los problemas reales de la gente y, como consecuencia de ello, se enquistan las posibles soluciones. Ejemplo de ello es la tabla reivindicativa de los agricultores y ganaderos, que se han echado no al monte, sino a las carreteras y plazas de media España para expresar su comprensible hartazgo hacia gobiernos y autoridades comunitarias.
El ejercicio de la política, como herramienta colectiva e indispensable para encauzar las demandas de los ciudadanos, acusa una preocupante trivialidad y un excesivo afán personalista, lo que conduce a la mera distracción y al desenfoque de la realidad. Prima 'el y tú más' y el mutuo reproche sobre la eficiencia de los poderes ejecutivos, incluso cuando hay por medio pérdidas humanas, luto y desolación. Basta con ver lo que sucede en torno al asesinato de dos guardias civiles en Barbate por el galopante narcotráfico en la zona. No esperen aquí tampoco la dimisión de ningún alto cargo público, porque hace tiempo que en este país la inoperancia no se paga con la asunción de responsabilidades en primera persona ni, mucho menos, con la renuncia del mando. Cabe casi todo, incluso la instigación de la revuelta callejera sin que penalicen lo más mínimo los graves hechos cometidos. España es así, pan y pandereta hasta que amaine el temporal.
Lo malo es que el horno no está para esos bollos que nos quieren hacer tragar, porque la otra cara de la moneda, la auténtica, es la que también golpea un día sí y otro también sobre el bolsillo de los contribuyentes y la calidad de vida de muchos ciudadanos. La creciente subida impositiva, la dificultad para el acceso a la vivienda en propiedad o en alquiler, el desempleo juvenil o la carestía de la cesta de la compra son suficientes ejemplos de que no todo vale en esta gran fiesta que, ¡ojo, no se olviden!, pagamos a escote entre todos.
El ruido, como decía, es ese árbol que impide ver el bosque; un simple envoltorio con el que disfrazar la ineptitud rampante; un inquietante y gratuito ataque al noble oficio de ejercer la política en el que, lamentablemente, importa cada vez más la forma que el fondo. Y así nos va.
Tampoco se trata de una mirada cortoplacista, pincelada por la gruesa brocha del pesimismo. No, para nada. Es sencillamente la descripción voluntariosa de un contexto político intramuros y enroscado en sus propias cuitas, como si no quisiera ver lo que pasa en la calle. Y de ahí la triste apelación al ruido incesante.