El otro día eché a la lavadora una camiseta de tirantes de esas que llegaron a las canchas de baloncesto hace ya lustros y que llamábamos transpirables, como con agujeritos. El último berrido en las pocas tiendas de material deportivo que consiguieron algún modelo allá cuando Ramón Trecet cantaba el «din-don» si un triple de Epi entraba limpio por el aro. El caso es que me dio por echar cuenta exacta de los años que la prenda cumplía en mi armario y, claro, entre que uno ya no es un chaval y que los años corren que vuelan, veintinueve fue el resultado de la resta. Es verdad que ha perdido color pero como es reversible, parece más desgastado el lado oscuro, y el blanco que un día fue blanco mantiene el tipo con dignidad. Las costuras de abajo hace años que perdieron los hilos y la parte de adelante ondea como bandera al viento por estar dada más que de sí… Pero no ha habido pijama ni equipación que la haya superado en confort y gustito de vestirla, y supongo o me supongo que haya mucho de irracional en el asunto porque a la vista es un trapo viejo, pero es la que más me calzo con diferencia. Tiene un no sé qué en las entretelas de mis recuerdos que no la supera ningún dryfit, ni confortfit ni hostiasfit.
Pues me pasa exactamente lo mismo con determinados bares, restaurantes o tascas. Mantienen una esencia tan profunda en sí mismos que cualquier remodelación o lavado de cara pondría contra las cuerdas todo el bagaje adquirido a golpe de cañas y de años. De la misma manera que determinadas personas son la esencia en sí mismas allá donde vayan y donde atiendan. Como dice ahora la chavalería «en plan influencer»… pero a la antigua.
Las sensaciones que nos transmiten determinados factores que conforman la ecuación poco atienden a explicaciones lógicas y mucho a sentimientos difícilmente explicables. Tal es así, por ejemplo, la importancia que tienen la decoración y conformación de la estructura de un local. Uno de los de siempre puede hacerte sentir en casa y el más moderno de los modernos de lo moderno te puede mantener helado una y otra vez. Y viceversa, ¡ojo!
Pues ayer me pasó en Guardo, en la cafetería del precioso Real Hotel, que pronto reabrirá sus puertas. Mi segunda vez allí, y así me sentí, como en casa. Pero no sé por qué.