Carmen Arroyo

La Quinta

Carmen Arroyo


Nadie enseña a ser mayor

05/10/2023

Final de toda vida por muy movida, trabajada, deportiva, activa, descansada, alegre, melancólica, dura, ajetreada, sufrida, desgraciada, despreciada, reconocida, valorada en su justa medida o no. El camino comienza con una pequeña molestia, catarro mal curado que se alarga en el tiempo; lumbalgia que parece sentirse bien a nuestro lado, mientras hacemos el reposo debido, tomamos la medicación indicada y confiamos en que todo vuelva a ser normal. A pesar de repetidos intentos, no salimos adelante y la vida nos lleva a situaciones en las que parece que el mundo se nos echa encima y se vuelve hostil. Otras veces, esquivar un patinete, menos mal que ahora entró la cordura y se tomaron medidas para evitar que nuestra tranquila y solicitada calle Mayor se vea libre de parecidos artefactos que alcanzan más velocidad de la que parece, ha supuesto caídas, y esguinces. Y el mozo salió corriendo como alma que huye del consiguiente ¿castigo? No. Nunca pasa nada. O llega otra enfermedad que mina las fuerzas; un resbalón en la calle: caída cuan larga sea una con rotura de cadera que impide -a la vuelta del hospital y rehabilitación posterior-, hacer lo mismo que antes, libre de bastón o muletas. Emprendemos el camino hacia la dependencia ¿prevista? NO. Necesitamos ayuda para muchas cosas, hasta para estirar el brazo, ponerse de puntillas e intentar coger una caja de bebibles colocada en la última, alta, estantería del supermercado. ¿Le ayudo? Me volví y allí estaba una joven linda y amable, parecía un ángel de la guarda, aquellas estampitas de mi colegio de monjas  carmelitas, Valladolid, que la hermana Asunción López Prieto me daba. No olvides la visita al Señor. Y yo, apenas abría la puerta de entrada de la iglesia que pesaba demasiado, tenía 9 años,  casi como las que abro para entrar en casa de amigas y en oficinas visitadas para poner en orden papeles y demostrar -legalmente- que mi marido ya no está en este mundo. Obedecía, rezaba con prisa, «Señor, ya que te he visto, me voy» y salía disparada hasta el Campo Grande donde la muchachita que nos habíamos traído de Acebo, me esperaba con Julia, mi hermana, para jugar un rato. En el supermercado, por primera vez tomé conciencia de que yo estaba cambiando. Nadie me enseñó NADA.