El buen Rey Juan Carlos, que asentó la Corona con su conducta constitucional el 23 de febrero de 1981, no pudo sobrevivir al escándalo de su viaje a Botswana con Corina y el 1 de junio anunció su intención de ceder la Jefatura del Estado. En 20 días se redactó una apresurada Ley Orgánica para aprobarla en el Congreso y el Senado y llegar al 19 en el que Felipe VI ciñó la Corona tras un acto modesto. El momento fue propicio, porque el Gobierno de Rajoy encontró colaboración en el PSOE de Rubalcaba. Todavía hoy preguntan qué hubiera sucedido con Pedro Sánchez. Rubalcaba suscribió el último acto histórico en defensa de la legalidad institucional, y todo a pesar de que tenía puesto el pie en el estribo de salida. Siete días después de la Coronación, se despidió de su tropa, abandonó su cargo y dejó para siempre la política. Le estaban ya torpedeando por aquí, por acá y por acullá.
En esas jornadas frenéticas no faltó de nada, ni siquiera una encuesta de La Vanguardia que fotografiaba una España muy dividida sobre la forma de Estado: solo un 52 por ciento apoyaba la Monarquía, el 38 por ciento la rechazaba.
Y en este ambiente cargado de intensidad política, el PSOE trataba de renovarse tras la peripecia de su antiguo secretario general. El gestor asturiano Fernández convocó primarias y allí que se fueron dos candidatos. El televisivo Pedro Sánchez, perejil de todas las salsas que se cocían en los platos, y una antigua víctima del terrorismo, Eduardo Madina, al que ETA había dejado definitivamente cojo en un atentado en el que, milagrosamente, salvó la vida.
Sánchez, tras episodios varios, algunos francamente barriobajeros, se hizo con la Secretaría General del partido y desde el primer día reveló sus intenciones: «Voy -dijo sin recato alguno- contra el indecente Rajoy y contra el Partido Popular». Es quizá la única promesa que ha cumplido. En el panorama doméstico nacional -ya se ve- se renovaba el elenco: desde el Rey Juan Carlos, ya dicho, hasta el gran artesano de la Transición, Adolfo Suárez González, que falleció en marzo sin saber que su Monarca, al que tan fiel como eficazmente había servido, se iba a marchar 30 días después. Suárez se murió sin saberlo, porque llevaba años con el cerebro desalojado de toda lucidez, pero, como suele suceder en este país donde según dejó escrito Jardiel Poncela «Solo salen a hombros los toreros y los muertos», todo el mundo empezó a regalar al presidente fallecido los elogios que le faltaron cuando dimitió en 1981.
Se nos fue el duque de Suárez, su hijo devolvió el codiciado Toison de Oro y España empezó a caer en la cuenta que los protagonistas de la Transición se iban alejando del escenario uno a uno, y de esta forma contempló como el siguiente, Jordi Pujol, El Español del Año, según el ABC de Luis María Ansón, se quitaba el ropaje de personaje digno y honrado y confesaba que nada menos que durante 34 años había engañado miserablemente a la Hacienda Española llevándose, hasta en cajas, su notable fortuna al dulce refugio de Suiza.
El país ya no se asustaba de nada, pero en su mayoría asistió a este descubrimiento con irritación patente porque eran los tiempos en los que el sucesor de Pujol, el estulto burgués Artur Mas, consternado -dijo- porque Rajoy no le concedía una fiscalidad separada para Cataluña, tipo País Vasco, se echó al monte, y se lanzó a la amenaza de un referéndum de independencia, que disfrazó con el eufemismo de «proceso de participación». El mundo institucional, desde el Tribunal Constitucional, el Supremo y las Cortes, se le echaron encima, pero Mas, en su descomunal estupidez barrenera, siguió adelante y llevó a Cataluña a una jornada septembrina de secesión que, embrionariamente, no fue más que el principio del pronunciamiento golpista de 2019. Fuera por su disconformidad por la estrategia del citado, o porque su Unión Democrática de Cataluña ya no daba más de sí, otro personaje indudable de la Transición, Durán y Lleida comunicó que él también se fugaba. Lo hizo, eso sí, sin pagar las enormes deudas que había comprometido con su partido.
No fue aquel año escenario de demasiada convulsión social, desde luego, sí, la acostumbrada en el País Vasco y Navarra, donde el nuevo Sortu, heredero de los etarras de Batasuna, se echó a la revolución para exigir presos a la calle y reconocimiento del derecho a decidir, es decir, lo acostumbrado durante tantos años. Pero la agitación sorprendió en otros lares con unas jornadas de protesta inusitadas en el barrio burgalés de Gamonal, que empezaron -suele suceder siempre- con un argumento doméstico: la conversión de una calle central en un bulevar situado encima de un aparcamiento subterráneo, y se jalonaron de encendidas manifestaciones, insólitas e inusuales en la capital cabeza de Castilla. El encono traspasó la frontera burgalesa y llenó también a las rúas de otras capitales en las que los presuntos agraviados, según acreditó más de uno en declaraciones a la televisión oficial, no sabían exactamente qué es lo que había ocurrido en Gamonal y por qué España entera se había acabado sumando a la jarana. Cosas que pasan.
Cosas que pasaban en un país que se recuperaba muy lentamente del marasmo económico que había dejado José Luis Rodríguez Zapatero (ya crecíamos un escueto 0,4 por ciento) y también de los sucesivos tumultos financieros ocasionados por la muy escasa responsabilidad de nuestros políticos en la administración de los caudales públicos. Escribo políticos porque de esta condición eran (y eran de todos los partidos) los 86 consejeros de Bankia beneficiados durante bastante tiempo por las famosas black, un negro, negrísimo chollo que los agraciados usaban para toda clase de utilidades y performances, desde los consabidos restaurantes de cinco tenedores, hasta la compra de lencería fina para amantes de ocasión.
Este proceloso asunto terminó -ya se sabe- con los huesos del otrora todopoderoso Rodrigo Rato en la cárcel de Soto del Real. No entró en ninguna prisión, sin embargo, pero por los pelos, la Infanta Doña Cristina, imputada por el juez, mallorquín y bolchevique (así, al menos, se confiesa él), de blanqueo de capitales y toda clase de indecencias. Al final, una estupenda defensa de Miguel Roca la salvó del presidio, donde sí permaneció cerca de cuatro años su entonces marido, el arribista Iñaki Urdangarín.
Aquel año, aún se registraron vaivenes en los partidos. Se fugó del Popular Alejo Vidal Quadras para integrarse en el naciente Vox, fue uno de los fundadores con Ignacio Camuñas y González Quirós, éste acusado de llevarse la caja, pero de ellos ya no queda ni rastro.
Y surgió Podemos, ya casi ahora en proceso de disolución, donde reinaba un provocador cheposo de bolera, Pablo Iglesias, que levantó el ingenio estalinista bajo el compromiso de cargarse a todos los corruptos partidos de la Transición.
Se celebraron elecciones europeas en aquel ejercicio, y ni PP, ni el PSOE, que bajaron en escaños, pudieron disimular el daño que les estaban haciendo los recién aparecidos, Podemos, y los Ciudadanos de Rivera, que lucía palmito en pelotas fotografiado por un profesional hoy al servicio de Sánchez.
El Real Madrid volvió a ganar, como pronostica el viejecito del festejado anuncio televisivo otra vez la Copa de Europa ante un Atlético trufado de la peor suerte del mundo, y ese año se murieron dos leyendas de nuestro fútbol: primero Di Stéfano, incomparable hoy con cualquier divo actual, y Luis Aragonés, alias zapatones, que nos devolvió desde la selección, la gloria europea. También falleció inopinadamente el banquero Botín y el político, anticipo de la rotundidad legionaria de Abascal, don Blas Piñar López, aquel que proclamó en las Cortes de la Nación, como único diputado de la Fuerza Nueva, que: «Están ustedes pasando por encima del cuerpo incorrupto de España». Los ustedes eran todos los demás.