Son pocos, pero no se acobardan. Ni siquiera cuando quienes pretenden abatirles son el jefe del Ejecutivo, sus ministros, partidos que apoyan a ese Gobierno e importantes medios de comunicación.
Junto al rey Felipe, que no oculta su preocupación por la deriva del presidente y las exigencias de sus socios, un número considerable de jueces y fiscales se empeñan a fondo para que el Congreso y el Senado no aprueben unas iniciativas que consideran contrarias a la ley y a la Constitución.
Don Felipe no puede ir más allá de lo que le marca precisamente la Carta Magna, que sigue estrictamente, como es obligación del jefe de Estado. Aunque de sus palabras, siempre muy medidas, se traduce que vive con seria preocupación las maniobras de Moncloa para conseguir los apoyos necesarios que permitan a Pedro Sánchez mantenerse en el Gobierno.
Sin que el presidente tenga ningún pudor en que esos apoyos sean partidos que tienen como objetivo separarse de España, torcer la legislación para que sus dirigentes condenados por los tribunales sean indultados primero y amnistiados después, y además arranquen al Ejecutivo las leyes necesarias para sortear condenas y también cantidades ingentes de dinero con las que puedan financiar su proyecto independentista.
Son docenas los nombres de jueces y fiscales malditos para el sanchismo, encabezados por el juez Llarena, magistrado del Tribunal Supremo que lucha de forma incansable para que Puigdemont y otros dirigentes secesionistas que se fugaron de España, sean extraditados y comparezcan ante los tribunales españoles. Tras Llarena, una larga lista de jueces «fanáticos» o «moscardones», como los llamó la también trásfuga Clara Ponsatí, entre ellos el presidente de la Sala Segunda del Supremo, Manuel Marchena, y en la Audiencia Nacional el juez García Castellón, más el resto de los jueces y fiscales de la Sala Segunda, y los cuatro miembros del Constitucional considerados conservadores que se enfrentan a diario a los siete magistrados designados como progresistas.
El afán del Gobierno por cumplir las exigencias de los independentistas, fundamentalmente de Puigdemont y Junts, le ha llevado a caer directamente en el intervencionismo, práctica habitual en los regímenes totalitarios.
El delito de terrorismo
Desde Moncloa, utilizando a la presidenta del Congreso Francina Armengol, llegada en otoño a las filas del sanchismo. Armengol nombró nuevo letrado mayor del Congreso a Fernando Galindo, que ocupaba un cargo en el Ministerio de Política Territorial, y desde el primer día cumplió lo que se le pedía: un informe a favor de la constitucionalidad de la ley. De su borrador, pues aún no se ha aprobado. Porque el Ejecutivo, ante las presiones de todo tipo y el miedo a la ilegalidad, transformó el decreto ley inicial en proposición de ley del grupo socialista, lo que obliga a un debate parlamentario y a la presentación de enmiendas.
Con lo que no contaba Galindo ni el Gobierno era con que los letrados adscritos a la comisión de Justicia del Congreso elaboraran su propio informe, en el que echaban atrás el espíritu y la letra del proyecto. El informe se retuvo hasta que se cumplió el plazo de presentación de enmiendas. Una nueva maniobra.
Mientras, Sánchez y sus negociadores con los separatistas -Santos Cerdán y Félix Bolaños- acordaban enmiendas con los independentistas catalanes que, pendientes de las actuaciones judiciales que podían echar por tierra sus exigencias de amnistía, impusieron nuevas condiciones para el apoyo a la proposición de ley y blindar que la amnistía alcanzara al prófugo. La primera, que la amnistía ampliara hasta 2011 el plazo de tiempo para ser aplicada, de manera que incluyera de forma inequívoca y sin posibilidad de interpretación a Carles Puigdemont y también a la familia Pujol.
Los jueces y fiscales trabajaron con intensidad para demostrar que varios de los probables o seguros afectados por la amnistía tendrían que ser apartados de ese beneficio porque sus actividades se consideraban delitos terroristas.
En ese sentido fueron muy activos Llarena y García Castellón, con informes concluyentes en los que determinaban que Tsunami Democratic, un movimiento ciudadano y violento nacido a la sombra de Junts y alentado por Puigdemont y sus seguidores, podía ser considerado un movimiento terrorista, con actuaciones que realizaron durante semanas en Cataluña que provocaron heridos e incluso una posible víctima mortal. Junt negaba que el fallecido -un ciudadano francés- lo fuera como consecuencia de los actos de violencia en el que se vio envuelto.
En un primer informe realizado hace cuatro años sobre esa víctima mortal, se determinó que sufría una cardiopatía, pero el juez García Castellón ha abierto ahora una nueva investigación sobre el caso para determinar si esa patología era tan grave como para provocar su muerte en el caso de que el fallecido no hubiera vivido una tensión extrema provocada por la violencia de Tsunami.
La preocupación del Gobierno y sus aliados por la actuación de la mayoría de los jueces que trabajan en los casos relacionados con el independentismo catalán ha llevado a un pacto con sus socios que ha provocado un auténtico escándalo: aceptar el lawfare, investigar si ciertas actuaciones judiciales podían estar impregnadas, condicionadas, por sentimientos ideológicos o personales de los encargados de impartir Justicia, que estarían obligados a comparecer ante las comisiones parlamentarias que los convocaran para que respondiera ante preguntas de parlamentarios que dudaran de su imparcialidad.
La reacción de estupor e indignación ha sido generalizada, con excepción del sanchismo y quienes le apoyan. Ver a miembros de la Justicia responder en esa tesitura ante diputados que les acusan de falta de independencia, es un despropósito. Ningún parlamento tiene esas atribuciones. Los jueces solo deben responder ante sus propios órganos de gobierno, el CGPJ.
La UE, pendiente de España
El Gobierno y el PSOE han entrado de lleno en una guerra que está sumiendo en el descrédito a la España democrática.
Un ejemplo: si un miembro del Supremo recurre una decisión del Constitucional ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea con una cuestión previa, se paraliza la aplicación de sentencia del TC hasta que se pronuncie el tribunal europeo. Ante esa posibilidad, Junts ha exigido a Sánchez que presente una iniciativa parlamentaria para anular la ley, y el Ejecutivo no ha dicho que no hasta que se le ha indicado que el órgano europeo se rige con sus propias normas.
En las conversaciones que mantiene Santos Cerdán con el secretario general de Junts, Jordi Turull, han decidido no informar sobre el alcance de sus negociaciones, pero se da por hecho -porque es lo que pretende Junts- no solo que se estudie cómo impedir que el Tribunal Europeo pueda actuar para neutralizar lo que acabamos de apuntar, que se paralice la aplicación de la amnistía si un miembro del Supremo presenta recurso ante el TJUE, sino también que se tramite una ley que modifique el delito de terrorismo, a conveniencia de los independentistas catalanes que temen encontrarse con esa acusación debido a su apoyo a Tsunami Democratic.
Estas iniciativas, estas maniobras para esquivar la legislación por exigencia de quienes apoyan a un Ejecutivo; este negociar lo que jueces, fiscales, catedráticos, letrados y toda clase de profesionales relacionados con la Justicia consideran ilegal, serían impensables en España si no gobernara Sánchez. Pero no ganó las elecciones y para seguir al frente de Moncloa pactó con los enemigos del Estado. Desde entonces, nada es imposible.
Se gobierna al margen de las leyes y se actúa de forma implacable contra los que se empeñan en que se cumplan.