Cada verano una noche evocable, al menos una, y poética, en tanto trae un retazo de la posible vida poética que todos podemos vivir. No de grandes alardes, pues como aprendimos con Teresa de Jesús, no siempre se pueden hacer grandes cosas, pero sí cosas pequeñas con mucho amor.
Es el caso de una noche en el Náutico, emblemático lugar de música y relax en la playa de la Barrosa, San Vicente do Mar, atlántico gallego frente a la isla de Ons. El Náutico de San Vicente es un lugar mítico para los músicos, gustan de interpretar sus canciones entre un público culto, más atento a la técnica musical y a las originales variaciones de los músicos en escena que al forofismo acrítico. Es como quien va a una presentación de un escritor de quien leyó todo, aún a la espera del acontecimiento imprevisto.
Escuché la otra noche un concierto de Rubén Pozo en el marco del Náutico, en un espacio singular. Se sabía el público sus letras, pero por lo que observé, acudían para no perderse la actuación de un músico en estado puro, de largo recorrido desde sus tiempos en Pereza cantando 'Madrid' e himnos de toda una generación, y dicen que a punto de entrar en esos brillantes momentos que vive todo creador que lo es porque inventa, y porque se autoriza a tirar de su talento, lo que natura non da…
Decía Duchamp que el acto creativo no lo pone sólo el artista, sino que se precisa de un espectador que lo ponga en contacto con el medio exterior, y Heisenberg, que el observador está implicado en la observación, nunca objetiva.
Por ello cada uno selecciona y justifica su poética noche de verano. Por sus mejores razones.