La semana pasada hablábamos del telégrafo óptico y del telégrafo eléctrico, pasos efímeros en una carrera de avances en los sistemas de telecomunicaciones cuyo futuro es difícil de predecir.
En 1876, el escocés (después nacionalizado estadounidense) Alexander Graham Bell patentó el teléfono, aunque al parecer su invención ya había sido avanzada por el italiano Antonio Meucci, que en 1857 inventó un aparato que le permitiera comunicarse desde su oficina, ubicada en el sótano de su vivienda, con la segunda planta, para conocer en todo momento el estado de su esposa, que se encontraba postrada aquejada de artritis. La idea había surgido; de hecho en 1860 un periódico se hizo eco y en 1862 ya había 30 modelos. Pero Meucci no disponía de dinero para patentarla con el nombre de 'Telégrafo parlante', como era su intención. Le hacían falta 250 dólares, e intentó obtenerlos mediante patrocinadores y vendiendo dispositivos a 6 dólares, pero solo logró sacar para pagar una inscripción provisional, quedándose a falta de 10 dólares para poder pagar la inscripción definitiva. Graham Bell, que había compartido laboratorio con el italiano, y a quien al parecer la Western Union Telegraph Company le pasó los papeles en los que se recogía la idea de Meucci, aprovechó entonces para inscribirla a su nombre.
Muchos años después, ya a título póstumo, Meucci sí sería reconocido como inventor del teléfono.
Sea como fuere, el teléfono revolucionó de nuevo las comunicaciones, constituyendo un paso excepcional para el progreso de la humanidad en todos los ámbitos: contribuyó a acercar a las personas, a facilitar las transacciones económicas, a salvar vidas, etc. Y su evolución ha sido imparable.
Aunque los jóvenes estén perdidos sin el móvil de última generación en el bolsillo, no siempre el teléfono fue así. En sus inicios, no había ni siquiera teléfono fijo en cada domicilio, sino una centralita, ubicada en la vivienda de algún vecino, que se encargaba de atenderla, y a la que había que acudir para desde allí realizar o recibir llamadas.
En Olmos de Esgueva (Cerrato vallisoletano) la centralita estaba en casa de Pilar. Cuando algún vecino del pueblo quería realizar una llamada, o sabía que le iban a llamar, acudía a su casa y allí esperaba, en medio de una marabunta de gatos (también tenía un perro, al que cuando murió le hizo entierro).
Más tarde empezó a haber teléfonos particulares, pero necesitaban una distribución manual de las llamadas mediante una red de clavijas que tenían que ser insertadas en su número correspondiente desde la centralita, por lo que el oficio de Pilar seguía siendo necesario para traitar las llamadas entrantes y salientes, lo que le posibilitaba escuchar las conversaciones. Y lo hacía. Los vecinos sabían que les cotilleaba porque contaba esas conversaciones privadas a otras personas. La confirmación llegó en una ocasión que el interlocutor de una llamada preguntó qué tal tiempo hacía en Olmos y ante la respuesta «pues no hace malo», a Pilar se le escapó instintivamente decir en voz alta «¡¡pero si está lloviendo…!!».
El uso del teléfono fue extendiéndose y perfeccionándose, primero con teléfonos fijos automáticos, después con teléfonos inalámbricos y por último (por ahora) con los teléfonos móviles.
Así, el oficio de Pilar desapareció. Ya hubo un aparato en cada casa y en la calle locutorios y cabinas telefónicas para su uso público.
Estas cabinas fueron consideradas en su día como servicio público y por ello la administración obligó a Telefónica a mantenerlas. Sin embargo la irrupción masiva de teléfonos móviles provocó su desaparición. Dentro de pocos años nadie recordará el sentido de una película tan emblemática como la dirigida por Antonio Mercero y protagonizada por José Luis López Vázquez, titulada La Cabina.