No, con este título no me refiero a Putin, al que en teoría vamos a tener que soportar seis años más tras las 'elecciones' (comillas por favor) rusas de este fin de semana. Ni me refiero a Trump, que tiene posibilidades (oh, no, por favor) de convertirse en el presidente de la nación más poderosa de la Tierra dentro de apenas ocho meses. Ya es bastante mala la perspectiva ante los ciudadanos del mundo, los desamparados hombres y mujeres que andamos por las calles, como para complicarla, encima, con los asuntos nacionales.
Y uno de nuestros peores asuntos es un aspirante a presidir la Comunidad autonóma acaso más significativa de España. Hablo, por supuesto, de Carles Puigdemont, que este miércoles, desde Francia, nos anunciará con bastante probabilidad que va a concurrir a las elecciones que, desde mediados de mayo, podrían convertirle, de nuevo, en el molt honorable president de la Generalitat de Catalunya. No lo quiera el buen Dios, que ya ha permitido que un individuo como Vladimir Putin se eternice en su poder maléfico en el Kremlin y acaso tolere que Trump nos caiga como una plaga bíblica encima de nuestras cabezas.
Claro, no hay comparación posible, por un lado, entre el daño que pueda hacer Putin a un mundo en grave riesgo de guerra -nos lo advertía la ministra de Defensa, Margarita Robles, en lo que podría considerarse casi una reprimenda a los ciudadanos que miran hacia otro lado ante este peligro--, o el que alguien como Trump pueda causar a la causa de la moralidad, la ética y hasta a la estética del mundo mundial, y, por otro, los destrozos que al Estado español pueda provocarle alguien tan de la 'serie B' como Puigdemont.
Por supuesto, hay escalas incluso en la catástrofe, y Carles Puigdemont es una escala menor: el personaje me repele, pero no tendría la desfachatez de equipararle con el asesino Putin ni con el chiflado -con perdón- Trump. Puigdemont no pasa de ser casi un daño colateral, usted me entiende. Pero el caso es que quiere colgarse el cartel de presidente, aunque sea un cartel pequeñito, escrito con minúsculas, y eso asusta un poco.
El hecho de que Puigdemont pueda siquiera llegar a presentarse como candidato a presidir nada menos que la Generalitat catalana, que haya forzado su autoamnistía, que siga pavoneándose de que seguirá con el 'procés' golpista, ahora alzando la bandera de la autodeterminación para convertirse en una República independizada del Estado español, no deja de ser un disparate del cual habría de avergonzarse quien lo ha permitido y hasta fomentado en beneficio de su propia permanencia en la gobernación del país. No hay normalización, sino anormalidad plena, en el hecho de que el fugado de Waterloo puede estar ya anunciando que regresará, pase lo que pase, a tierra catalana (o sea, española) para proclamar el 'ja soc aquí' como Tarradellas, quien, por cierto, sacaba muchas cabezas en talla política y sentido común a su sucesor remoto Puigdemont. Claro que también el interlocutor de Tarradellas al frente del Gobierno central superaba en muchos centímetros de estatura política al actual interlocutor del fugado.
No sé qué ocurrirá a continuación, cuando el imprevisible y peculiar hombre que se fugó de la (lógica) persecución policial y judicial anuncie lo que todos esperan que anuncie, y lo haga, además, en tono desafiante. Creo que sus posibilidades electorales son escasas, pero el victimismo, el jugar a la contra, el 'cuanto peor mejor', funcionan en algunos territorios especialmente agobiados.
Honestamente, me parece que, diga cada cual lo que quiera, ahora mismo nadie sabe lo que de verdad va a pasar en Cataluña, que es la clave para entender lo que ocurrirá en el conjunto de España. Muchas de las proclamas que hoy se hacen, en el sentido de que determinada fuerza política 'jamás' pactará con tal otra, algunas de las encuestas hechas en este momento, son papel mojado, un castillo de naipes: ya admitía el cínico Romanones que "cuando en política digo 'jamás', quiero decir 'hasta esta misma tarde'". Aquí, las promesas electorales, los 'jamás haré' y los indicios que nos lanzan los que dicen saber hay, son cosas que hay que poner entre los paréntesis de lo relativo.
Pues eso: que mi cuaderno de notas se llenará de aprensiones varias cuando, previsiblemente (ojala me equivocase), haya de escribir en él que un tal Carles Puigdemont, el hombre que quiere destruir España -porque eso es lo que quiere, ¿no?-, aspira a ser 'monsieur le president' de todos los catalanes y catalanas, o sea, volver a ser la pesadilla para todos los españoles, al menos la mitad de los catalanes incluidos. Claro que ya nos decía Sánchez que cualquier alianza con quien hoy ha pasado de ser vicepresidente a tabernero nos quitaría el suelo al noventa por ciento de los españoles y, sin embargo, lo primero que hizo tras aquellas elecciones de 2019 fue aliarse con él, ¿recuerda usted? Ahora, repetimos pesadilla y hala, todos a dormir mal otra temporada.