Creo, la verdad, que el PSOE no es un partido corrupto, ni lo es su secretario general y presidente del Gobierno, a quien le han hecho víctima -a él y a su mujer- de numerosas insidias de esas que viajan por las redes de forma anónima y toman cuerpo en las cenas de amigos los sábados por la noche y en la viralidad de los WhatsApp.
Ni los 'casos mascarillas' han hecho rica a tanta gente como quiere la difamatoria rumorología patria ni los 'casos ERE', Gurtel' Tito Berni y, ahora, Koldo, significan, en principio, más de lo que significan: que había gente falta de vigilancia y de escrúpulos que se aprovechaban de una posición cerca de los poderosos que tal vez los primeros no merecían y los segundos no supieron detectar a tiempo.
Sí, lo digo por el ministro Abalos en relación con su 'fiel' guardaespaldas y chico de los recados Koldo. Nunca tal personaje debió ascender a puesto de responsabilidad alguna, y quizá el propio Ábalos estaba, por decirlo así, sobredimensionado en sus funciones. Como lo están algunos altos cargos en bastantes partidos, comenzando por el PSOE; la política es, debería ser, una vocación de servicio a la ciudadanía -que es la que vota y paga a los políticos--, no una carrera por el aprovechamiento personal, que comienza haciendo-lo-que-sea y aliándote-con-quien-sea para mantenerte en el poder y termina en ramificaciones tan nauseabundas como los casos antes citados, con Koldo como último ejemplo, dicho sea salvando siempre, claro, la presunción de inocencia.
Insisto en que no creo que la política española sea una corruptela permanente y generalizada. No lo es. Ni todos los que manejan maquinarias de partido provienen de la vigilancia en un prostíbulo, dicho sea pidiendo de antemano perdón y con el debido respeto a todas las profesiones. La corrupción, que no es la miserable del koldismo, se basa, no solo en España, en que los que aspiran a representarnos y, de una u otra manera, lo consiguen, olvidan ese sacrosanto principio de trabajar en bien de la comunidad, un principio tan cacareado en las campañas electorales como olvidado inmediatamente después.
Es por eso, no por los Koldos, que, infelices y algo horteras, andan por ahí presumiendo de sus varios pisos en Benidorm, por lo que hay que regenerar urgentemente la política española, dotándola de moralidad de principios, de veracidad y de transparencia. Pero ¿cómo creer en ellos, cuando aprovechan la menor oportunidad, pongamos una sesión de control parlamentario en el Congreso, para acusarse mutuamente de mentirosos sin remedio y de tramposos sin límite, para no hablar ya de que los portavoces de unos, otros y los de más allá se han convertido en auténticas máquinas de esparcir basura?
Puede que, a este paso, acabemos pensando que seguramente todos ellos tienen razón. Y entonces sí que habrán rematado la faena a la que con tanta dedicación ahora se aplican: hacer que los ciudadanos se divorcien para siempre de quienes pretenden representarlos. Aunque sean más presentables que el desdichado Koldo y no trinquen nada más que votos confundidos por sus promesas incumplidas.