Julio Anguita es un caso único en la política española. Nadie habla mal de él. El respeto a su persona y a su integridad ha quedado por encima de cualquier otra consideración. Algo inaudito, la verdad, y que mucho me temo que no volveremos a ver.
Razones hay para ello. Su honradez personal no pudo ser nunca puesta en duda y su trayectoria vital, retornando a su puesto en la enseñanza con la mayor naturalidad al dejar la primera línea política, son un ejemplo. Más todavía en estos tiempos donde el cargo y el poder son la exclusiva meta y la verdadera ideología de tal «profesión».
Anguita era maestro, esa fue su vocación, su carrera y su oficio. Le gustaba la palabra y es lo que siempre se consideró. Creo que en cuanto a la política también y era lo que solía hacer en sus mítines, dar clases a militantes y electores.
Aunque quizás ello no era lo que se podía prever siendo niño. Venía de una familia de militares y guardias civiles. Su abuelo fue miembro de la Benemérita y su padre y su tío, sargento y teniente, respetivamente, del Ejército.
Nació en Fuengirola (1941), vivió hasta los cuatro años en Sevilla y luego con sus abuelos paternos en Galicia (Villagarcía de Arosa). De joven quería ser monje y hasta se propuso ingresar en los carmelitas. No cuajó, ni tampoco su siguiente intención, ingresar en la Academia Militar que hubo de abandonar por falta de recursos económicos. A la tercera fue la vencida y encontró su camino. Estudió Magisterio, halló su ciudad, Córdoba, y profesó en la Fe Comunista que no abandonaría jamás.
En 1962, ganó las oposiciones a profesor y dio sus primeras clases en Montilla. Se trasladó a la localidad andaluza y allí, de la mano del dirigente provincial del PCE en la clandestinidad, comenzó a colaborar con ellos e ingresó en sus escondidas filas en 1972. En 1975, era ya el dirigente del partido en la ciudad y, en el 79, se presentó en sus listas a las primeras elecciones democráticas municipales y consiguió ser la lista más votada de la izquierda, por delante del PSOE y alcanzando la Alcaldía.
Allí comenzó su leyenda y se ganó su apodo El califa, que nunca le desagradó. En las siguientes elecciones venció por mayoría absoluta y tras la hecatombe del PCE de Carrillo a escala nacional en 1982 comenzó a sonar como uno de los pocos referentes para una posible recuperación del partido. Presidió el Congreso que nombró a Gerardo Iglesias secretario general y lo apoyó cuando Carrillo le retiró el suyo y le declaró una guerra sin cuartel que culminaría en una dolorosa escisión.
Iglesias, un minero honrado, el último obrero que ha ocupado en la izquierda española la máxima dirección de una formación, al revés que su antecesor, tuvo la grandeza de dar un paso al lado y volver a la mina. Primero abandonó el cargo en el PCE y luego el de Izquierda Unida y dejó la puerta a Anguita, que venía siendo reclamado como el salvador.
Había razones. Julio, tras haber dimitido de la Alcaldía de Córdoba para presentarse a las elecciones autonómicas andaluzas, había conseguido un resultado espectacular, con 19 diputados y el 18 por ciento de los votos nunca alcanzado ni en los mejores tiempos. De hecho, este ha sido el techo de la izquierda incluso en el momento de mayor esplendor de Podemos y de hundimiento del PSOE.
Fue entonces cuando, aunque yo ya no estaba en el aparato del partido, había dejado años atrás la jefatura de la redacción de Mundo Obrero para irme a la prensa privada, primero a Tiempo, luego a El Globo y después a Tribuna pero seguía teniendo buenos contactos y amistades, traté con él con cierta intensidad y hasta llegué a tener un grado importante de confianza. Lo había conocido ya antes, y quedaba en mi recuerdo su actitud el día del golpe de Estado de Tejero. Cuando tantos salieron a escape y a otros no había manera de dar con ellos, Anguita se fue a su despacho en el Ayuntamiento y allí esperó durante toda aquella larga noche cómo se desarrollaban los acontecimientos. Sacó conclusiones personales que distaban mucho de la versión oficial. Tenía permiso de armas y una pistola y no dejo de tenerla al alcance durante todo aquel tiempo.
Un gran arranque
Su ejecutoria como dirigente nacional del PCE e IU tuvo un arranque espectacular. Revivió electoralmente a la organización y se convirtió en un gran referente nacional. Sin complejo alguno con el PSOE y con su lema de «Programa, programa, programa», se convirtió en el gran azote del Felipismo. El avance en diputados, consiguió 17, en las elecciones de 1989 revivió muchas esperanzas y en 1993 parecía encaminado a subir aún más, pero solo sumo uno, aunque superó los 2,2 millones de sufragios. Fue también, en plena campaña electoral, cuando sufrió su primer infarto. Pero siguió al frente y en 1996 logró su mejor resultado, casi 2,7 millones de votos, más de un 10,5% y 21 diputados, en el techo del más fuerte PCE.
Sin embargo, y ya con Aznar en Moncloa, su declive político comenzó. Las tensiones en IU, las escisiones y enfrentamientos comenzaron a minarle. También su propia condición física, a raíz de un segundo infarto en 1999, un aviso que escuchó y por el que puso punto y aparte en su vida como dirigente. Dejó la Secretaría general del PCE; le sustituyó Francisco Frutos, y, un año después, la dirección de Izquierda Unida, con Gaspar Llamazares al frente.
Fue durante los últimos años de los 80 y hasta 1993 cuando mantuve un contacto más intenso con él. Julio amaba la conversación y la controversia. Podíamos pasar (y pasamos) largas horas nocturnas enfrascados en debates políticos, sociales e históricos. La Historia, había cursado estudios universitarios en la materia, era una de sus grandes pasiones. No le importaba discrepar.
Sí he de reconocer que, por un lado, mis crecientes responsabilidades periodísticas y, por otro, el distanciamiento con algunos de sus postulados políticos me fueron alejando hasta acabar por espaciar los contactos y casi perderlos del todo cuando él ya se estableció definitivamente en Córdoba. Anguita, en clave ideológica y a mi juicio, quería volver a atrás en la doctrina. Despreció el Eurocomunismo al catalogarlo como puro marketing y entendió que, más allá del pacto constitucional, estaba su fervor republicano. Dedicó muchas de sus energías a promover a la III República como meta a alcanzar. Pero lo que quizás me alejó más de sus argumentos fue, en palabras y hechos, la admisión como doctrina de los planteamientos separatistas de autodeterminación. Cuando Madrazo, su hombre en el País Vasco, pactó con el nacionalismo y se incorporó a su gobierno ya no pude entender. Hoy todavía sigo sin poderlo hacerlo.
Instalado en Córdoba, en la casa en la que siempre había vivido, retornó a las aulas y allí se quedó. Pero eso no significó que dejara su actividad política. Permaneció en el PCE y desarrolló una continuada labor de agitación política e intelectual. Publicó varios libros y tengo para mí que se convirtió al final de su vida en el gran referente de Podemos, a quien su líder ahora en horas bajas, Pablo Iglesias, siempre ha tenido una especial y reverente admiración. No cesó en su «magisterio político» hasta el mismo día en que lo ingresaron en el Hospital donde falleció en 2020. Antes había sufrido él una de sus más duras pérdidas: la de su hijo mayor. Julio de nombre también, corresponsal de El Mundo en la guerra de Irak y alcanzado por un misil de las fuerzas de Sadam Husein. «Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen», exclamó cuando conoció la trágica noticia.
Lo quise y lo admiré y lo sigo haciendo hoy, aunque cada vez comparta menos sus argumentos y postulados. Me quedaré siempre con su coherencia y su honradez para defenderlos y con su ética y dignidad personal. Yo tampoco puedo, ni quiero, hablar mal de él.