El rotundo éxito de la Selección Española de Fútbol es el mejor bálsamo para apaciguar los encrespados ánimos y el pegamento eficaz para unir a un país en torno a unos valores. Ciertamente, lo que no pueda hacer el deporte a gran escala no lo logra la política ni las instituciones públicas. Somos así, emocionales, ávidos de arengas creíbles y exhaustos de hipocresías estériles.
La cuarta Eurocopa llega, además, en un momento propicio para la exaltación del valor patrio, donde los goles a la "armada inglesa" son la prueba irrefutable de que la unión hace la fuerza por encima de banderas localistas y ansias independentistas. No olvidemos que el fútbol, tal y como lo concebimos hoy en día, es una herramienta propicia para arengar a las masas y agitar conciencias. Basta ver la reacción de las autoridades del Peñón de Gibraltar a los cánticos reivindicativos lanzados por los jugadores durante el fiestón de Madrid.
Aupados por una hinchada multicolor, como es la España actual, el equipo campeón es, de algún modo, un buen reflejo de una sociedad plural, reacia, mayoritariamente, a cualquier frontera que vaya más allá de los Pirineos o de la 'raia' con Portugal. Prueba de ello es también la euforia con la que se ha vivido la consecución del campeonato europeo en las comunidades de Cataluña y País Vasco o la histórica estampa de exaltación unánime vivida este lunes en una plaza tan simbólica como es la madrileña de Cibeles.
Todo esto no hace sino ratificar que la gente de a pie lo que necesita como el comer son motivos de orgullo compartido y menos episodios de convulsión y enfrentamiento interesado. Somos, sencillos y apasionados, y a mucha honra. El fútbol tiene, sin duda, sus aristas, pero no podemos negar su enorme capacidad para remover sensibilidades y, de paso, eliminar los aspectos más casposos de un país llamado España. Su influencia social está por encima de edades y procedencias y, cuando sus fines superan cualquier cuestión material, suponen un ejercicio de fortaleza colectiva inigualable.