Alfonso, el cerillero, era el tertuliano más polivalente del Café Gijón cuando en este emblemático establecimiento había tertulias y en particular de la nuestra que era la que le venía más a mano porque era en la mesa de la primera ventana, justo al lado de donde el tenía el negocio. Intervenía cuando tenía ganas y no pocas veces con mayor hondura que nadie de los presentes. Y con mayor sentido común que todos en la mayoría de los casos.
La tertulia estaba compuesta, en su núcleo duro, por los periodistas y escritores Manuel Vicent y Raúl Del Pozo, el juez Clemente Auger, el pintor José Díaz, los actores Manuel Alejandre, Cervino, Coll, Álvaro De Luna, y el director de cine y televisión Tito Fernández, que además de ser el más taquillero del momento, fue el creador de la serie Los ladrones van a la oficina y el iniciador de Cuéntame, era la persona más divertida, más vivida y el mejor de todos cuanto por allí pasaban. En tiempos había venido también mucho Paco Umbral pero cuando yo comencé a frecuentarla, en calidad de arrimado, ya asomaba por allí muy poco. Podían también aparecer muchos otros amigos de este o aquel y en general no había problemas de admisión. Pero mujeres no había ninguna. Una tacha terrible hoy en día. Un día, alguno, no me acuerdo de quien, dio la razón de peso. «Si vienen, ¿cómo vamos a poder hablar de ellas?» ¡Ah! Y estaba casi prohibido hablar de literatura, para no discutirse o caer en baboseos.
La tertulia era mayormente de izquierdas, claro, con caída hacia el Partido, o sea el PCE, aunque algunos, estaba ya en horas bajas, se iban apuntado más al PSOE como el Algarrobo. Había otros que no eran de nada, ni intelectuales ni nada parecido, alguno un gitano poderoso de familia de rancio abolengo entre los calé y que decía que tenía «chicas al punto» por la calle Valverde y otro que vendía lavadoras, y lo que les llevaba por allí era póker, porque buena parte de ellos eran unos burlangas de lo más peligroso. La tertulia solía dar paso al naipe y a la timba que en no pocas veces se montaba en el portal de al lado, en el piso del pintor manchego, que venía muy a mano y donde se jugaba sobre un capote de paseo del maestro Antoñete en las ocasiones más señaladas. También había un loro que imitaba, el muy cabrón, las sirenas de la Policía y que cuando el Fernández pasaba de la jugada soltaba como coletilla su frase favorita «Tito, cobarde».
Yo fui muy poco y solo jugué dos veces. La primera no perdí mucho y la segunda me limpiaron y hasta dejé a deber a uno, no diré nombre, 25.000 pesetas, que era para mí una fortuna y cuya deuda liquidé prontamente. No volví a jugar ya después con ellos nunca. La experiencia me salió muy barata porque bien supe que a los más enganchados, fuera con la descuadernada o la ruleta del casino, la afición les supuso muy malos tragos y no pocos quebrantos.
Alfonso estaba de ello muy al tanto y resultaba de tapadera el banquero de emergencia de la trop cuando la situación lo requería. Yo mismo, aunque no fuera por cuestión de juego sino otros avatares, requerí su ayuda una vez o dos veces. Algo de beneficio se sacaba pero sin alcanzar el grado de la usura.
Había otras tertulias. Una de poetas y dramaturgos. Los más famosos. Pero ya muchos de ellos muy mayores y que se iban muriendo. Cuando llegaba la noticia de un óbito Tito sentenciaba: «Otro que ha entregado la cuchara». Hoy de aquella tertulia también ya la han entregado casi todos y yo que era el más joven ya he cumplido 70.
Había otra de pintores y buenos, pero que solían andar tiesos y que buscaban, aunque, como era mi caso, lo estuviéramos más que ellos, el colocarnos un cuadro. Insistían mucho y alguno acabaron por colocarme a plazo.
A mí Alfonso me rebautizó como Iñaki y por tal nombre, aunque se supiera bien el verdadero y aún más el apodo, me llamó siempre. Debió ser porque se sabía que me había criado por el País Vasco, aunque ya no me quedaba acento alguno. Solo lo recupero al cabo de andar unas horas cuando vuelvo por Durango, donde viví durante ocho años desde niño a adolescente.
Un epitafio exacto
La vida del cerillero no había sido fácil. No lo fue para nadie de aquellas generaciones de guerra y postguerra. Ambas las había pasado y encima en el bando que perdió. Pero era un hombre positivo y conformado con lo que tenía y ni su vivir diario y ni sus achaques, que eran duros, le quitaban el sentido del humor y su buena mala leche. Arturo Pérez Reverte, cuando él también «entregó la cuchara», fue el autor de la frase-obituario que ilustra su retrato en el café en el mismo lugar donde tenía su chiringuito y su taburete.
«Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida, Alfonso, cerillero y anarquista». Exacta y precisa definición del personaje de quien siempre le profesó un gran aprecio.
Alfonso además de vender tabaco, chucherías y hacer préstamos, también tenía lotería, que según proclamaba ufano, «Aquí no ha tocado ni tocará nunca». Pero luego me aleccionaba muy sabiamente del por qué de comprarla, sobre todo la de Navidad y la obligación de hacerlo todos inexcusablemente.
«Por odio. La lotería se compra por odio. Tú imagínate si no compras y resulta que esta vez toca y les toca a todos los cabrones de tus amigos». No he encontrado razón más veraz y poderosa. De hecho he podido comprobar que es el impulso que más nos empuja a seguir comprando décimos año tras año.
Y resultó que el año en que murió Alfonso fue cuando tocó en el número que trajo. Una pedrea, pero un premio al fin y al cabo. Lo que se hubiera reído de poderlo haber visto.