Llega el otoño, una nueva estación, una nueva etapa y con ella, el nuevo curso que se ha puesto en marcha con una nueva ley educativa a pleno rendimiento. Una ley que es casi imposible de llevar a la práctica y con muchas cuestiones de dudosa razonabilidad y de sentido común. Los profesores nos sentimos, cuanto menos, desconcertados, abrumados y descorazonados. Aún así, no nos rendimos porque nuestra vocación docente está incluso por encima de los desmanes políticos.
Y aún así, los más perjudicados, sin lugar a dudas, son precisamente aquellos a quienes debemos, por justicia, ofrecer unas herramientas adecuadas de cara a poder afrontar el futuro tan incierto que les estamos forjando los adultos. Se trata de nuestros niños y jóvenes. El espíritu de la nueva ley tiene de fondo un desprecio flagrante hacia conceptos tan antiguos como necesarios para que una sociedad evolucione de forma sana, tales como el respeto a la autoridad, el esfuerzo, la superación, la asunción de responsabilidades, la capacidad de afrontar los problemas y dificultades.
El nivel de frustración está muy por debajo de cero, más aún tras las secuelas que ha dejado la pandemia en nuestra sociedad.
Y parece que esta nueva ley educativa llega para complementar un trabajo de ingeniería social que se lleva años realizando desde el ámbito cinematográfico, televisivo, videojuegos, redes sociales, etc y que inducen a la ausencia de espíritu crítico, reflexivo y responsable. 
Las consecuencias ya son evidentes: el suicidio ha pasado a ser la primera causa de muerte de niños y jóvenes en España. Una realidad escalofriante que manifiesta la carencia que viven al no poder dar respuesta ni sentido a sus existencias porque les hemos privado de bases sólidas, sumergidos, como estamos, en el más perverso relativismo moral.