Antes de ser la reina de las mañanas, María Teresa Campos fue, según la opinión extendida en su día con evidente desprecio del personaje y de su audiencia, la reina de las marujas. El horario matinal de su programa más emblemático, las características populares y bullangueras de éste, el propio tono directo, sin demasiados dibujos retóricos, de la presentadora hoy tristemente fallecida, debieron contribuir a su designación de monarca absoluta de ese colectivo inventado, el de las marujas, al que esa opinión atribuía poco seso y ningún bagaje cultural ni aspiración estética.
Pero descubrí, como lo hicieron tantos otros que, como uno, se la cogían con papel de fumar en lo tocante a los productos de consumo popular, que las marujas no existían, o bien que no eran esas criaturas estabuladas en casa, estrictamente en "sus labores", que suscitaban el desdén de los listillos. Y lo descubrí desde dentro, durante los siete años en que formé parte de la "mesa política" que, contra todo pronóstico, acabó siendo la sección más vista, seguida, apreciada e influyente del programa "Día a día".
Pero el día en que definitivamente descubrí, admirado, que las marujas no existían, o que eran otra cosa, fue cuando la Campos tuvo la deferencia de entrevistarme largamente, rompiendo el corsé de la escaleta, a cuenta de la aparición de mi libro "Los esclavos de Franco". La jefa nos daba cuartelillo a los colaboradores cuando sacábamos nuestras cosas, pero lo que sacó ese día, a esa hora de la mañana sólo habitada para la televisión, supuestamente, por las marujas, fue la verdadera naturaleza, dimensión y calidad de quienes mayoritariamente nos veían, mujeres con tanta identidad, dignidad e historia como preteridas por una sociedad atrasada y machista.
Pero aquella entrevista no sólo agotó una edición entera del libro en dos días, y siguió agotando las catorce siguientes, sino que por el alud de cartas y llamadas que recibí de "marujas" con una historia, reconocí la obligación de componer con lo que contaban tras décadas de silencio, la segunda parte natural de ese libro, la que les pertenecía a ellas y que llevó su nombre: "Víctimas de la Victoria".
De aquella pionera "mesa política" regida por la Campos, que reunía voces tan heteróclitas como las de Adriansens o Mendicutti, guardo, pese a los rifirrafes propios de la colisión de un mundo integrado, el del programa y el medio, con el de los indómitos "outsiders" que en gran medida la integrábamos, un bello recuerdo. Y de María Teresa, también.