Las viviendas y pisos de uso turístico en Castilla y León ya superan las 7.200. No lo digo yo, lo afirma el INE (Instituto Nacional de Estadística), que eleva a casi 352.000 las existentes en todo el país. ¿Son muchas o son pocas? Esa es la cuestión. Pero más allá del número, lo que debería preocupar a los ayuntamientos y las administraciones competentes es la evolución de este mercado, que se ha disparado en los últimos meses más de un 15%, y, sobre todo, la necesaria regularización y adaptación de una actividad que incide en la vida cotidiana de pueblos y ciudades y, lógicamente, en la vida de sus respectivos habitantes.
En Castilla y León se prepara ya una nueva normativa autonómica que, entre otras cosas, considerará a quienes se anuncien en un canal de comercialización como actores sujetos a una actividad económica. Se trata no sólo de sacar a la luz la economía sumergida, sino de regularizar un subsector que produce tensiones en la convivencia de comunidades de vecinos y barrios y, por supuesto, incide en los altos precios del alquiler tradicional y en la propia dificultad al acceso a una vivienda en este régimen.
No somos Baleares, Canarias, Madrid o San Sebastián, pero cierto es que conviene ver lo que sucede a nuestro alrededor para anticipar las mejores soluciones a una realidad que también acabará por extenderse. León, Valladolid y Salamanca son las poblaciones en las que ya despunta su número, aunque de momento no tanto como para que salten todas las alarmas.
Otra cuestión, y no menor, derivada de esta actividad, la tenemos en el medio rural, donde la apertura y el funcionamiento de casas y posadas rurales cumplen no pocos requisitos, mientras que los apartamentos de uso turístico se escapan a ese férreo control.
En el fondo de todo ello no cabe duda de que está en juego la preservación de un modelo de turismo sostenible y la calidad del turismo que todos queremos. Toca remangarse y contar lealmente con todas las partes implicadas si de verdad se pretende consensuar una regulación justa y equitativa.