Ortuella (Vizcaya). La mañana del 23 de octubre de 1980 amaneció soleada, pero el cielo pronto se tiñó de rojo. Podía haber sido un día más, pero una explosión de gas en el colegio público Marcelino Ugalde se llevó por delante la vida de 50 alumnos de cinco y seis años, dos profesores y la cocinera.
Y llegó el luto. Y de esa oscuridad se envuelve el escritor Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) para escribir El niño (Tusquets). En su última obra, parte de la vida devastada de los miembros de una familia y de sus intentos por sobreponerse a esa experiencia lacerante si es que alguien se puede reponer alguna vez de la muerte de un hijo.
La tragedia de Ortuella quedó en la memoria de Aramburu, que ha necesitado contar con el factor tiempo para ir dibujando los personajes que, a través de la literatura, le permitieran contar aquel hecho que a él le cogió cuando vivía en Zaragoza en su época de estudiante universitario. Y así nace Nicasio, el abuelo de una de las víctimas de aquel siniestro que cada jueves acude al cementerio de la localidad para visitar la tumba de su nieto. Este personaje, en el que el autor ha dibujado a los abuelos que no conoció y con el que ha establecido una relación de afecto como nunca antes había hecho, se irá agrandando a lo largo de la novela en la que van saliendo a relucir las emociones más inesperadas.
¿Qué recuerda exactamente de aquel suceso de Ortuella de 1980?
Recuerdo la noticia por la radio, que acostumbraba escuchar en mi piso compartido de estudiantes de Zaragoza, donde yo cursaba Filología. Las palabras del locutor, por sí solas, eran de fuerte impacto; pero las imágenes que las acompañaron en los días ulteriores, ofrecidas sin filtros, encogían el corazón.
Los 80 fueron años duros… Las imágenes que he visto que se publicaron en la prensa de la explosión eran, efectivamente, terroríficas. Ahora sería impensable. ¿Hemos ganado en contención, pero quizás ahora pequemos de autocensura?
Hemos aprendido a ser más sensibles con el dolor ajeno y consideramos, en consecuencia, que nuestros semejantes merecen respeto y no tienen por qué ser reducidos a pasto de morbo general. El concepto de autocensura, en este contexto, me parece inadecuado.
¿Por qué ahora era el momento de traer al presente aquella historia?
Nunca me planteé que este fuera el momento oportuno. Uno diseña y aborda proyectos. Este lo culmina, el otro se le queda a medias, aquel espera durante largo tiempo a que el escritor le encuentre el tono, el formato, los personajes. Y, por descontado, alcanzar el punto final no significa que el libro se vaya a publicar sin demora.
¿Es esta una manera de homenaje a aquellas víctimas?
Esta es una cuestión personal. Uno de los estímulos que me llevó a escribir El niño fue el deseo de hacerles un homenaje a las víctimas del accidente de Ortuella. También en el pueblo hay un monumento que las recuerda. ¿Por qué no una novela que incentive respetuosamente su recuerdo?
¿Y quién que tiene hijos no teme que les pase algo?"
Nadie debería morir a los seis años… La pérdida de un hijo es algo que va contra natura. En este libro se ahonda en el intento de superar ese duelo. ¿Se puede superar algo así?
Sinceramente, no me siento capacitado para dar lecciones de psicología. Es razonable pensar que algunas personas tarde o temprano superarán una pérdida de esas características. No olvidemos que antaño había una elevada mortandad infantil y que perder una criatura era un infortunio bastante común. Supongo que quien disponga de fortaleza anímica lo tendrá más fácil para no sucumbir al duelo y la depresión.
Usted es padre, lo entenderá.
¿Y quién que tiene hijos no teme que les pase algo? ¿Quién no se ha despertado a altas horas de la noche, sacudido por una pesadilla en la que a un hijo le sucedía una desgracia? ¿Quién no se inquieta cuando se hace tarde y el hijo o la hija aún no han vuelto a casa?
Y habrá padres y madres de aquellos niños que hoy siguen vivos. ¿Cómo ha sido pensar en ellos? No sé si habrá tenido algún tipo de contacto o encuentro con algunos de ellos.
Hay entrevistas con algunos de ellos disponibles en internet. Ahora bien, yo quería contar mi propia historia, sin entrar en el terreno de la biografía o de la crónica y sin tener que verme en el brete de decidir si cuento o no cuento un episodio por el hecho de que les haya ocurrido a otros. Por dicha razón preferí no conocer de cerca ningún caso concreto.
¿Cómo puede condicionar el trauma una vida?
De un trauma hay difícil escapatoria. Se podrá tal vez aplicar una táctica amortiguadora, pero el problema radical permanecerá en el centro de la vivencia psicológica, susceptible de reavivarse en cualquier instante.
Nicasio es el abuelo, una figura que construye con especial cariño y que tiene algo que ver con que usted no conociera a los suyos, ¿no es así?
Nunca antes me había sucedido establecer una relación sentimental, de afecto, con un personaje, cosa que no tiene por qué apreciarse en el texto, aunque me han dicho que sí se nota.
La razón de ello, es, efectivamente, que el destino no me permitió conocer a mis abuelos varones, ya que fallecidos ambos mucho antes de mi nacimiento, de tal manera que he vivido siempre con ese hueco.
Me hice el ánimo de que lo llenaba con el personaje de Nicasio, del cual me valí, de puertas para dentro, para abuelizarme mientras escribía esta novela.
¿Le guarda un cariño especial a este personaje en el contexto global de su obra?
Digamos que Nicasio es un personaje especial para mí, más significativo que otros en el plano personal. Le estoy, además, agradecido por la circunstancia nada desdeñable de que sus entradas en escena me proporcionaban mucha novela.
Él no acepta lo que ha pasado y en esto consiste esta novela, ¿no?, en las diferentes perspectivas con las que se puede vivir o entender o sobrellevar un hecho trágico.
Incapaz de aceptar la pérdida del niño, el abuelo Nicasio se guarece en una ficción a cuyo mantenimiento diario está dispuesto a supeditarlo todo, empezando por su pasada vida social. Esta actitud, en apariencia quijotesca, se me figura a mí muy humana y desde luego más corriente de lo que se pudiera en un principio pensar. Si logro anular la tragedia de la realidad que me circunda, ya no tengo que apechar con el duelo.
Preferí no conocer de cerca ningún caso concreto"
¿Siempre hay hueco para la esperanza?
No siempre. Tampoco exageremos.
¿Ha hablado con otras personas sobre cómo recuerdan ellos este suceso? Porque el tiempo hace perder la perspectiva y estamos hablando de 40 años atrás...
No he hablado con nadie. Salvo en un círculo muy restringido de amigos, nadie sabía que yo estaba escribiendo El niño y solo una persona tuvo acceso al texto a medida que este iba surgiendo.
Y la memoria es juguetona y cambia a su favor la realidad para sobreponerse… ¿Le ha podido pasar a usted?
Sí, claro, a todas horas. No hay artefacto menos fiable que la memoria almacenada en un cerebro humano. Y piense que cada día que pasa hay aportes nuevos para dicha memoria, al tiempo que la potencia neurológica decrece. Tengo la impresión de que en ocasiones recuerdo hechos que nunca me sucedieron.
Este libro se suma a otros sobre las gentes vascas (Los peces de la amargura, Años lentos e Hijos de la fábula). ¿Por qué este afán por contar historias sobre sus paisanos? ¿Es su manera de dotarles de memoria?
Escribo sobre mis paisanos porque creo conocerlos bien. Si hubiera convivido con japoneses o con apaches, escribiría sobre ellos. Pero vamos a decir que para cumplir a carta cabal mi proyecto de trazar con ayuda de la literatura un dibujo de mi época y de las gentes que la habitaron, con mis paisanos me las arreglo de maravilla.
Vive desde hace años en Alemania, ¿quizás es también una forma de no perder la raíz?
Las raíces son componentes vegetales y yo, a menos que me demuestren lo contrario, no soy una planta. Ni siquiera un hongo. Mi casa, mi familia, mi vida cotidiana, el aire que respiro están en otra parte. Sería raro estar plantado allí y tener las raíces aquí. Le diré la verdad. No necesito raíces y, en todo caso, el planeta Tierra me ofrece un vasto terreno para ser quien soy.
Nunca antes me había sucedido establecer una relación sentimental, de afecto, con un personaje (como sucede con Nicasio)"
¿Qué aprende de la observación de vidas ajenas?
La observación de mis congéneres es desde antiguo una de mis mayores y más estimulantes aficiones. No he perdido la fascinación por el otro: su cara, su olor, sus gestos, su indumentaria, sus debilidades, sus convicciones, su manera de caminar, de odiar, de reírse. Toda mi literatura narrativa depende de lo que he visto en la gente que me rodea.
¿Desconozco si se puede decir que este capítulo está olvidado o no, pero hay algún otro hecho o suceso que también le ronde o que crea que puede novelar?
Sucesos nunca faltan, pero yo necesito que me interpelen. Si no me conecto emocionalmente con ellos, no me interesan. Yo me tengo que implicar personalmente en lo que escribo.
El análisis del dolor en diferentes colectivos es habitual. ¿Es crucial la empatía?
Crucial es la observación y el posible conocimiento asociado a la experiencia de la vida. Lo de la empatía me parece a mí más útil en la convivencia que en la literatura, aunque tampoco hay por qué dejarla de lado si nos puede ser de provecho.
En El niño hay 10 intervenciones que escribe en cursiva, que son, en sus palabras, «remansos de sosiego» en una historia muy intensa. ¿Cree que es imprescindible parar un poco en esta vida veloz para poder pensar?
Yo quería dejar claro, sin incurrir en explicaciones adicionales, que mi testimonio no era histórico ni periodístico, que yo no hago reportajes, sino retratos humanos desde la literatura. De ahí que me pareciera pertinente aplicar un recurso que ya venía empleando en novelas anteriores, según el cual el texto es consciente de que está sirviendo de soporte a una narración y dispone de voz propia. Sus intervenciones crean una distancia que impone una determinada lectura a resguardo del exceso de intensidad emocional, y eso me parecía, no sé si imprescindible, pero sí muy importante.