Queridos lectores, ¡paz y bien! Continúo esta semana glosando la declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, acerca de la dignidad humana. Esta declaración busca defender la verdad del ser humano y se sitúa más allá de eslóganes y titulares. Merece una lectura atenta, y se encuentra en la página oficial de la Santa Sede (vatican.va).
Tras mostrar cómo se está adquiriendo una conciencia progresiva de la dignidad de la persona humana, el documento desarrolla cómo la Iglesia anuncia, promueve y se hace garante de la dignidad humana, y que la dignidad es el fundamento de los derechos y de los deberes humanos. «La dignidad es intrínseca a la persona, no conferida a posteriori, previa a todo reconocimiento y no puede perderse. Por consiguiente, todos los seres humanos poseen la misma e intrínseca dignidad, independientemente del hecho sean o no capaces de expresarla adecuadamente».
Uno de los rasgos más originales del pensamiento cristiano, radica precisamente aquí. Porque proviene del modo en que Jesús de Nazaret mira a cada hombre y a cada mujer. Jesús nació y creció en condiciones humildes y reveló la dignidad de los necesitados y los trabajadores [20]. A lo largo de su ministerio, Jesús afirmó el valor y la dignidad de todos los que son portadores de la imagen de Dios, independientemente de su condición social y circunstancias externas. Jesús rompió las barreras culturales y de culto, devolviendo la dignidad a los "descartados" o a los considerados al margen de la sociedad: los recaudadores de impuestos (cf. Mt 9, 10-11), las mujeres (cf. Jn 4, 1-42), los niños (cf. Mc 10, 14-15), los leprosos (cf. Mt 8, 2-3), los enfermos (cf. Mc 1, 29-34), los extranjeros (cf. Mt 25, 35), las viudas (cf. Lc 7, 11-15).
Él sana, alimenta, defiende, libera, salva. Se le describe como un pastor solícito por la única oveja perdida (cf. Mt 18, 12-14). Él mismo se identifica con sus hermanos más pequeños: «cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). En el lenguaje bíblico, los "pequeños" no son sólo los niños por edad, sino los desvalidos, los más insignificantes, los marginados, los oprimidos, los descartados, los pobres, los marginados, los ignorantes, los enfermos, los degradados por los grupos dominantes. El Cristo glorioso juzgará en función del amor al prójimo, que consiste en haber asistido al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado, con los que él mismo se identifica (cf. Mt 25, 34-36). Para Jesús, el bien hecho a todo ser humano, independientemente de los lazos de sangre o de religión, es el único criterio de juicio. El apóstol Pablo afirma que todo cristiano debe comportarse según las exigencias de la dignidad y el respeto de los derechos de todos los seres humanos (cf. Rm 13,8-10), según el mandamiento nuevo de la caridad (cf. 1 Co 13, 1-13).
Esa exigencia evangélica no debe quedar en unas genéricas intenciones filantrópicas, ha de encarnarse en una lucha profética contra el mal en nuestra sociedad. La declaración del Magisterio de la Iglesia, llama la atención sobre algunas violaciones graves de la dignidad humana que son de especial actualidad: el drama de la pobreza; la guerra; el trabajo de los emigrantes; la trata de personas; los abusos sexuales; las violencias contra las mujeres; el aborto; la maternidad subrogada; la eutanasia y el suicidio asistido; el descarte de las personas con discapacidad; la teoría de género; el cambio de sexo; y, la violencia digital.
Esta lista nos abre a un panorama tan amplio, que en mi opinión es capaz de desbordar y cuestionar la opinión común. Estoy seguro de que como me sucede a mí, a muchos les puede pasar que en el listado particular que haríamos de este tema, no incluiríamos alguno de estos trece aspectos. En estos tiempos en que la división y el frentismo crecen, resulta casi inevitable subrayar o bien los aspectos más individuales y personales, o bien aquellos más socioeconómicos. A esta tendencia polarizadora no es del todo ajena la comunidad cristiana.
Ser seguidores de Jesucristo y confesarle como Hijo de Dios exige realizar un ejercicio de honestidad: ir contra la marea cultural que ataca la vida humana. Y conlleva ser juzgados en los tribunales, como sucede a muchos miembros de los movimientos pro vida, o ser tachados de fanáticos y fundamentalistas. Vida y muerte combaten, hay que elegir entre el amor o el miedo.