La rueda casi reventó en uno de los agujeros del asfalto, cuando mi bólido, el Halcón Milenario, ya algo desvencijado, sobre la trinchera pasó, creyendo que era una autovía normal, como lo han sido hasta ahora en nuestras tierras. Lamentable error. Los baches en las carreteras nacionales comienzan a crecer como infame plaga. Un poderoso virus los desperdiga: el abandono. Durante las últimas décadas hemos gozado en España de un incremento de infraestructuras, carreteras, autovías o vías ferroviarias que han conectado nuestras tierras y han permitido desarrollarlas de múltiples y novedosas maneras. Buenas vías de comunicación siempre fueron necesarias para el progreso. Pero lo que mis ruedas padecieron, y mis riñones, en varias zonas de la geografía ibérica, que no solo en aquel rincón sucedió, demasiado me inquieta. Durante años he visto ese abandono en Italia, hasta el punto de hacerse casi intransitable en muchos lugares, con no pocos riesgos. Lo más ofensivo es contemplar cámaras para detectar la velocidad e imponer multas, para recaudar, mientras se deja de invertir en lo esencial, que el asfalto esté perfecto, plano. El sistema represivo en cambio se incrementa, «por nuestra seguridad», nos adoctrinan los fantoches ministeriales con hipocresía sideral. Que haya un grave peligro por la desidia no es relevante, la madrastra estatal cuidará de nuestra seguridad en otras muchas cosas, como las que hemos de comer, prohibiendo sin cesar, aunque nos rompamos la crisma al circular.
Volvía de presentar un gran evento cultural con las autoridades desde una aldea de Orense, Gundivós (Sober), donde un excelente pintor volvió a su tierra natal, Modesto Trigo, fundando un asombroso museo en donde antes hubiera vacas, así como en la vecina rectoría un artesano, Elías, devolvía a sus paisajes las artes milenarias de la tradicional cerámica, elaborada a la antigua usanza. Autobuses y coches llegaban a ver aquellas maravillas en estos modos de retornar al campo, haciendo la aldea global en casa y repoblando la España vaciada.
Como bien dice Félix de Azúa, el país se deteriora: «Las cifras son pavorosas. Somos el país de toda la Unión Europea con mayor número de niños en riesgo de pobreza, de jóvenes sin empleo y sin capacidad para tener una vida propia, con la productividad más baja del continente, con una deuda impagable, con la peor calificación educativa, en fin, solamente figuramos por encima de Bulgaria en desarrollo y bienestar.
Algunos de los elegidos por el autócrata, sobre todo los que ha situado en lugares estratégicos, han hundido las instituciones, desde Correos al CIS, con una especial catástrofe en transportes.
La catástrofe ferroviaria, por ejemplo, (...) alcanza situaciones inauditas en Madrid y Barcelona. La inepcia de ese individuo ha convertido en un infierno la vida laboral de quienes residen lejos del centro de la capital.
Mientras, múltiples e inflados ministerios derrochan fortunas en minucias varias.