Queridos lectores, ¡paz y bien! Continúo la reflexión que iniciaba la semana pasada. La evangelización implica en nuestro tiempo la apertura a quienes no comparten nuestra visión. Y hemos de obedecer al mandato misionero de Jesús, que continúa pidiéndonos que hagamos discípulos entre todas las gentes. Y esta no es una cuestión que se ha suscitado en la modernidad, sino que acompaña y configura a la Iglesia desde el comienzo.
La primitiva comunidad cristiana tuvo en los senderos de Galilea su comienzo y en Jerusalén recibió el bautismo del Espíritu Santo que el Maestro les había prometido. Pero desde el inicio, este Espíritu empujó a los apóstoles a los cuatro puntos cardinales, y a Pablo le llevó hasta Atenas, un lugar en las antípodas de lo que Jerusalén significaba. La ciudad de convicciones y prácticas variadas, ante la ciudad bien compacta. Reconocer la alteridad de las expresiones humanas no se ha de entender como un obstáculo que impide la evangelización, sino como un reto y una posibilidad nueva de lograr una nueva modulación a un mensaje que es católico (unidad, diferencia, universalidad). Usando palabras del cardenal Tolentino de Mendoça: «el diálogo no es un automatismo, sino el esfuerzo pastoral, espiritual y creativo de traducir el mensaje cristiano en imágenes culturalmente legibles, haciéndolo ser anuncio creíble». Es el dinamismo de la encarnación el que conlleva traducir el anuncio (kerigma) a los diversos lenguajes culturales. El mundo joven, el artístico, el cultural, el social, el económico, el político, esperan una Palabra de vida.
Desde el comienzo, los apóstoles acudían a las sinagogas, a las plazas, a las orillas de los ríos, allá donde el Espíritu les indicaba que había mujeres y hombres dispuestos a acoger algo nuevo e iluminador, sanador y salvador. Para nada, el discurso de Pablo en el Areópago puede ser tachado de autorreferencial. Cuando el Papa Francisco animó a aprender lo que significa la conversación en el Espíritu en el seno del Sínodo de la sinodalidad, nos invitaba a pivotar sobre un pasaje de los Hechos de los Apóstoles, donde Pedro entablará un diálogo inédito con un centurión Romano: «Cuando iba a entrar en la casa, Cornelio le salió al encuentro y, postrándose, le quiso rendir homenaje. Pero Pedro lo levantó, diciéndole: "Levántate, que soy un hombre como tú". Entró en la casa conversando con él y encontró muchas personas reunidas. Entonces les dijo: "Vosotros sabéis que a un judío no le está permitido relacionarse con extranjeros ni entrar en su casa, pero a mí Dios me ha mostrado que no debo llamar profano o impuro a ningún hombre" ... Cornelio: "ahora aquí nos tienes a todos delante de Dios, para escuchar lo que el Señor te haya encargado decirnos"».
Es un pasaje de sobra conocido, pero tal vez no tenido en cuenta suficientemente por nosotros en el ámbito de las comunidades cristianas. En nuestro contexto occidental, nos viene bien la incómoda pregunta de si nuestra sal no ha perdido el sabor o la de si nuestra luz parece no ser otra cosa que la mortecina llama a punto de apagarse. No podemos llamar vida genuina al vivir encapsulados, es la aportación profética de San Pablo VI en 1964, en aquel año en el que decide hacer su aportación para fortalecer la línea que el Espíritu iba haciendo emerger en el Concilio.
Extraigo estas expresiones de la Ecclesiam suam (n 38) que San Pablo VI lanzó en 1964: «La dialéctica de este ejercicio de pensamiento y de paciencia nos hará descubrir elementos de verdad aun en las opiniones ajenas, nos obligará a expresar con gran lealtad nuestra enseñanza y nos dará mérito por el trabajo de haberlo expuesto a las objeciones y a la lenta asimilación de los demás. Nos hará sabios, nos hará maestros». El diálogo «obedece a exigencias prácticas, escoge medios aptos, no se liga a vanos apriorismos, no se petrifica en expresiones inmóviles, cuando éstas ya han perdido la capacidad de hablar y mover a los hombres. Esto plantea un gran problema: el de la conexión de la misión de la Iglesia con la vida de los hombres en un determinado tiempo, en un determinado sitio, en una determinada cultura y en una determinada situación social... Desde fuera no se salva al mundo. Como el Verbo de Dios, que se ha hecho hombre, hace falta hacerse una misma cosa, hasta cierto punto, con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo» (n 39). El Espíritu Santo es quien nos guía en este empeño.