Editorial

Sánchez debe cerrar la puerta del maletero al cobarde Puigdemont

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Que un prófugo que humilla el Estado de Derecho sea quien garantiza la sostenibilidad del Gobierno choca contra cualquier lógica democrática

Sin complicidad política resulta difícil de explicar tanta permisividad policial con Carles Puigdemont y que se permita tan burdo truco de escapismo al que asistimos ayer a alguien sobre quien pesa una orden de detención por posible delito de malversación, el tipo penal que el Tribunal Supremo considera que no cabe bajo el paraguas de la ley de amnistía. Nadie concibe que en lugar de detener a quien permanece siete años huido de la Justicia, se le deje dar un mitin en Barcelona con impunidad, alevosía, luz, taquígrafos y retransmitido en directo para todo el mundo. Están tardando las explicaciones sobre qué ha fallado en el dispositivo policial desde la frontera, cuyo control es competencia exclusiva de Interior, hasta el momento en el que se le pierde la pista tras el escenario preparado para la fuga. La aparatosidad de la operación jaula montada justo después, como si a un peligroso terrorista se buscase, solo sirvió para acrecentar la burla y el ridículo internacional. Desconocemos el escondite de Puigdemont, pero tampoco sabemos dónde están el ministro de Interior y el presidente del Gobierno. Que el prófugo que ayer volvió a humillar de forma tan descarada el Estado de Derecho sea quien garantiza la sostenibilidad del Gobierno era antes democráticamente poco entendible, pero ahora mucho menos.

Arropado por los pocos ensimismados del secesionismo más irredento que quedan, el expresidente catalán ejecutó su 'performance' estertora para tratar de eclipsar la investidura de Salvador Illa exprimiendo el escaso capital político que le queda. Su mediocre invectiva a escasos metros del Parlament está tan falta de épica y tan llena de cobardía que ni el arco del triunfo más grande del mundo podría hacer de trampantojo del pretendido choque de legitimidades. Puigdemont ha vuelto a demostrar su carencia absoluta de los sentidos del ridículo y de la vergüenza. No los tuvo cuando proclamó la independencia para suspenderla un minuto después, y huir al día siguiente a Waterloo escondido en el maletero de un coche, ni los tuvo ayer cuando pergeñó una bufanada de tintes trumpistas, la más estrambótica escenificación imaginable como epílogo del 'procés'. Incansable en destrozar la convivencia en Cataluña, sus actos ya sólo resultan patéticos. Podrá presumir de haberse anotado un efímero tanto propagandístico al robarle foco un rato al nuevo presidente de la Generalitat, el primero no independentista en 14 años. Pero poco más. La Cataluña actual es muy diferente a la que él dejó cuando se fugó para eludir responsabilidades, y en este periodo la unidad independentista se ha roto en mil pedazos. Hace tiempo que no representa a la mayoría social de Cataluña, que hoy le da la espalda y prefiere pasar página. Aunque la investidura de Illa está lejos de ser un broche de normalización si persisten los agraviantes compromisos adquiridos por el PSC con ERC para privilegiar Cataluña.